[Vozpopuli.com]
El caso de Carmen Martínez Ayuso,
una mujer de 85 años que fue desahuciada este pasado viernes del número 10 de
la calle Sierra de Palomeras, en el madrileño barrio de Vallecas, incendió
las redes sociales. Carmen había avalado con su vivienda el préstamo de40.000 euros solicitado
por su hijo Luis
Jiménez Martínez a un particular. Como el tal Luis no
hizo frente en los plazos acordados al pago de dicho crédito, los intereses
de demora fueron elevando el montante de la deuda hasta que ésta alcanzó la
cantidad de77.000
euros. Y el prestamista decidió ejercer su derecho y ejecutar
el aval. Y Carmen fue desahuciada.
La desgarradora imagen de Carmen llorando desconsoladamente,
por momentos incapaz de mantenerse en pie, mientras era obligada a
abandonar la que había sido su casa durante los últimos 50 años, se clavó
como un hierro candente en las carnes de una sociedad que vive instalada en
el cabreo permanente. “¿Qué
clase de país es aquel que permite que una anciana de 85 años sea arrojada a
la calle?” era la pregunta que muchos empezaron a formular en
las redes, aderezada con imprecaciones, mucho golpe de pecho y el
acostumbrado rasgamiento de vestiduras.
Y es que todos damos por
supuesto que una sociedad sana debe ayudar a quienes por sí mismos no pueden
hacer frente a sus necesidades más elementales o se ven impedidos para vivir
con un mínimo de dignidad. Por el contrario, mirar para otro lado, mientras ancianos,
niños o personas con graves minusvalías se ven condenadas a las privaciones
más severas y a la exclusión, nos calificaría como una sociedad enferma. Sin
embargo, antes de deslizarnos por la resbaladiza pendiente de la ira,
deberíamos tomarnos la molestia de analizar cada caso por separado. Porque
ocurre que a veces la persona desahuciada, si bien termina a merced de un
avieso prestamista o un banquero sin escrúpulos, en realidad ha sido víctima de
alguien cercano, de un familiar o, incluso, de un hijo, que
abusando del parentesco decide endosar a padres o abuelos los costes de sus
decisiones sin prevenirles convenientemente del alto precio que pueden llegar
a pagar.
Así que, antes de volcar
todo nuestro odio en el avaricioso prestamista, que ejerce sus derechos sin
compasión; en el juez insensible, que aplica la ley fríamente; en el policía
obediente, que cumple las órdenes sin amotinarse; en el político indiferente,
que vive en su burbuja; y, por último, en el patético partido
gobernante, cabría
preguntarse quién embaucó a esa anciana de 85 años para que avalase con su
modesta vivienda un crédito que difícilmente iba a poder ser devuelto.
Y lo que agrava aún más la cuestión, quién, mientras los intereses de los vencimientos
incumplidos iban incrementando el montante de la deuda hasta casi duplicarla,
guardó silencio hasta que se produjo el primer alzamiento. ¿No debió el tal
Luis, cuando menos, poner en conocimiento de su familia el problema que él
mismo había generado antes de que derivara en un drama sin solución? ¿O, ya
previendo lo peor, informarse con suficiente antelación sobre quién o, en su
defecto, qué organismo o asociación podría ayudar a su anciana madre una vez
se viera de patitas en la calle?
La ausencia de
ejemplaridad
Sea como fuere, el caso
es que nadie quiso pararse a pensar que quizá fuera el hijo de Carmen quien
no actuó todo lo bien que debiera. Y que, a la postre, fueron sus actos los
que acarrearon el desahucio de su madre. Resultaba mucho más fácil, y más acorde con el
zafarrancho de combate de la tropa bienpensante, adjudicar el papel de
villano a un prestamista, de corazón duro y posiblemente un oportunista, pero
que, nos guste o no, actuó conforme a la ley. Y desde ahí,
vapulear a un partido político, al que, dicho sea de paso, su inanidad y
permanente sospecha de corrupción convirtieron hace tiempo en una piñata
colosal.
Es cierto que, gracias a
nuestro materialista estilo de vida y a la abrumadora corrupción que ha hecho
presa en nuestro modelo político, proliferan los depredadores dispuestos a
obtener suculentas ganancias, aun a costa de pasarse por el forro de su
caprichos la ética más elemental. Y también es cierto que quienes mejor se
desenvuelven en este mundo del todo por la pasta son, casualmente, quienes
gozan de la complicidad del gobernante. No es ninguna novedad que el modelo
político que rige hoy en España está llenos de agujeros, y que por ellos
fluye la corrupción sin cesar en ambas direcciones, de lo público a lo
privado y de lo privado a lo público, empobreciéndonos. Pero nada de esto debería justificar
que, a título individual, actuemos de manera irresponsable o, incluso,
mezquina. Y menos aún que utilicemos las desgracias ajenas
para propagar soflamas interesadas.
Pero, cómo exigir responsabilidad al
ciudadano corriente, al hombre de la calle, cuando arriba, en el ático del
Poder, todo está manga por hombro, cuando las instituciones
son un corral de comedias y ese cajón de sastre en que ha devenido el Estado,
colonizado como está por la delincuencia organizada, se ha dedicado a arrasar
a la sociedad, en lo material y en todo lo demás. He aquí el quid de la
cuestión.
Es evidente que, a costa
del drama de Carmen y otros muchos dramas similares que esta crisis nos
regala cada semana, los revolucionarios aspiracionales, todo teoría, todo
corta y pega, pretenden hacer una enmienda a la totalidad, es decir, abolir
el Capitalismo en cualesquiera de sus formas, insinuando, cuando no
proclamándolo abiertamente, que el derecho de propiedad ha de estar
supeditado al nebuloso interés de la colectividad, ese que siempre dicta el grupo que
mejor sabe organizarse. Lo cual, en última instancia, irá en
detrimento del derecho de toda persona a prosperar por sus propios medios, a
ser líder de sí misma, privándola, en definitiva, de su principal capital: la
iniciativa individual.
Y es que, quienes vienen
detrás apretando el paso, no quieren que entendamos que si bien tenemos
derecho a nacer libres e iguales y a gozar de las mismas oportunidades, debemos también ser responsables,
porque ello nos arrogará el derecho a ser diferentes, a
intentar llegar más o menos lejos, a acumular más o menos riquezas, a ser más
o menos ambiciosos, dependiendo de nuestro talento, de nuestro esfuerzo y,
sobre todo, de nuestra libre elección. Nos prefieren dependientes, asustados
e irresponsables. Nunca dueños de esos derechos individuales que cualquier
persona –y en consecuencia, cualquier sociedad– necesita para progresar,
prosperar y permitirse el lujo o, si lo prefieren, darse el gusto de ayudar a
quien más lo necesite.
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