Libia y la crisis nuclear japonesa evidencian un alarmante vacío de poder global
Ignacio J. Domingo -
Libia y Japón, los dos focos de la actualidad mundial de las últimas semanas, han dejado en evidencia la falta de cohesión y los serios escollos de la comunidad internacional para forjar consensos y tratar de minimizar los efectos colaterales -económicos o geoestratégicos-, de catástrofes como la que asola a la sociedad japonesa o de revueltas sociales como la protagonizada por la población Libia. Estos vacíos de poder surgen, casi sin razón de continuidad, en todos y cada uno de los grandes foros políticos y económicos globales.
En unas ocasiones, como los relacionados con Libia, estas lagunas revelan consecuencias de cariz estratégico, y tienen como telón de fondo tanto a la ONU como a la OTAN. Así, la resolución del ampliado Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que autoriza la intervención militar aérea en Libia ha generado, al menos, tres versiones distintas: para unos países, encierra el mandato de derrocar a Muhamar el Gadafi; para otros, sólo concede el uso de la fuerza para proteger a la población civil de los ataques del dictador libio y, para un tercer bloque de naciones, ni siquiera contempla las incursiones de cazas y el lanzamiento de misiles que se iniciaron el pasado fin de semana para garantizar la zona de exclusión aérea. Un mismo texto pero tres interpretaciones casi antagónicas.
También el comienzo de las hostilidades de la Operación Odisea del Amanecer ha dejado casi dos semanas fuera de foco a la OTAN, actor protagonista en precedentes como los Balcanes o Afganistán, que asumió el pasado jueves el mando militar sobre el control de la zona de exclusión aérea después de una no disimulada polémica entre partidarios de su intervención y detractores, tanto entre sus propios aliados, como de naciones ajenas a su estructura -Rusia o China, esencialmente- o de ciertos países de la Liga Árabe.
En cualquier caso, y pese a esta acción retardada, la Alianza Atlántica está sumida en un limbo operativo y estratégico que deja al descubierto su falta de adaptación a su desafío de seguridad y defensa en el siglo XXI y el fuego de intereses cruzados entre sus socios, como lo atestigua el acuerdo contrarreloj de Francia y Reino Unido para articular un mecanismo de decisión política de emergencia cuando las hostilidades habían comenzado, ante la renuncia al liderazgo en esta campaña bélica de EEUU, o la ausencia alemana en el contingente militar aliado y el posterior repliegue de sus cuatro buques de guerra que tenían encomendadas tareas de vigilancia del embargo marítimo de la OTAN en el Mediterráneo.
En otros casos, como los vinculados a los extraordinarios movimientos sísmicos que está sufriendo Japón -de los que han emergido una crisis nuclear y varios coletazos monetarios y económicos todavía sin cuantificar con precisión-, las instituciones que aparecen en el ojo del huracán son el G-20 -grupo llamado a ejercer, con el estallido de la crisis financiera global, de embrión de un presumible gobierno económico mundial-; su antecesor en estas lides, el G-7 y, por extensión, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y su organización hermana, el Banco Mundial. Las voces críticas hacia estos foros son tan múltiples como variadas. Aunque todas tienen como denominadores comunes su falta de resultados prácticos e inmediatos y su reducida capacidad para anticiparse a los riesgos sistémicos de la arquitectura financiera global.
Críticas generalizadas
Quizás de entre el maremagnum de críticas sobresalgan dos opiniones autorizadas que sintetizan el sentimiento generalizado de culpa hacia todos estos organismos. Nouriel Roubini, profesor de Economía de la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York e ilustre aspirante a Premio Nobel por ser uno de los pocos economistas que anticipó el credit-crunch de 2008, asegura que, desde el punto de vista teórico, la gobernanza económica y la política mundial “está en manos del G-20”, si bien, en la práctica, este grupo -que acoge a las grandes potencias industrializadas y los principales mercados emergentes- “carece de liderazgo global, está desorganizado y suele airear desacuerdos graves en materia monetaria y fiscal, tipos de cambio, en los desequilibrios globales, cambio climático, comercio internacional, estabilidad del sistema financiero y en la seguridad energética, alimentaria y mundial”.
La Alianza Atlántica está sumida en un limbo operativo y estratégico que deja al descubierto su falta de adaptación a su desafío de seguridad y defensa en el siglo XXI y el fuego de intereses cruzados entre sus socios
A su juicio, “el nuestro es el mundo del G-Cero” en alusión a lo que denomina “un juego de suma cero” surgido precisamente de la múltiple colisión de intereses entre los miembros del G-20 por la ausencia de un liderazgo hegemónico claro, dada la “relativa decadencia” del imperio estadounidense. Una visión similar a la de Álvaro de Vasconcelos, director del Instituto de la Unión Europea para los Estudios de Seguridad (Euiss, según sus siglas en inglés), think-tank especializado en Defensa próximo al Ejecutivo comunitario. “La irrupción del mundo multipolar complica los esfuerzos para forjar una auténtica gobernanza mundial en los próximos diez años”, asegura sin tapujos antes de concluir que los BRIC -Brasil, Rusia, India y China- han aumentado su influencia fuera de sus fronteras hasta el punto de poder anteponer la defensa de sus metas nacionales a la estabilidad internacional.
Quejas a la aristocracia económica
El G-7 no se ha librado de estas críticas. Su rápida intervención para reconducir el fulgurante rally alcista del yen en las horas posteriores al terremoto y el tsunami en Japón no deja de ser la segunda de las acciones concertadas de sus bancos centrales en más de una década, desde su reacción a favor del sostenimientos del euro, en septiembre de 2000, en plena caída libre en el segundo ejercicio del estreno de la moneda europea en los mercados cambiarios.
Un bagaje exiguo -dos intervenciones veces en once años- cuando la batalla monetaria entre Estados Unidos y China a cuenta de la rigidez de las bandas de fluctuación del rinminbi -una de las escasas divisas sin libre flotación- permanece en su pleno apogeo y es la causa esencial de la política de dólar débil de la Casa Blanca. Y lo que es peor, podría recrudecerse si se confirman los augurios de inversores como George Soros para este año.
Además, la vieja receta del G-7 para este tipo de emergencias puede que ya no sea la acertada. ETF, una de las grandes gestoras de fondos, precisa que la bajada artificial del valor del yen desde las cotas históricas posteriores a la Segunda Guerra Mundial por obra del G-7, unido a los acontecimientos en Libia y Yemen, “ha cogido al mercado por sorpresa y ha elevado el precio de los activos”. Los inversores -matizan sus expertos- interpretan como positiva la cotización estable del yen y el repunte del oro como valor refugio y del crudo y del resto de materias primas energéticas como acopio de recursos por las tensiones en los países árabes y la incertidumbre nuclear en Japón.
Pero es el G-20 el que monopoliza casi todas las quejas. Este grupo, sobre el que el presidente francés Nicolas Sarkozy, hizo girar su idea de su “refundación del capitalismo” en un “nuevo Bretton Woods” se ha quedado a años luz de los deseos del inquilino del Elíseo.
Nicolas Vèron, analista de Instituto Bruegel, deja una versión sobre este foro, a propósito de su última reunión, en febrero pasado, en París, que suena a epitafio. “La reforma financiera -la gran razón de ser del G-20 desde su primera reencarnación, en noviembre de 2008- es un esfuerzo que nunca tendrá fin, un círculo que empezó con la crisis y que está lejos de completarse […] porque la configuración de una arquitectura financiera estable, abierta, eficiente y garante requiere de mayor visión política y de mayores dosis de creatividad” que las que ha empleado hasta ahora para hacer frente a su triple desafío.
A saber, eliminar los riesgos de nuevas quiebras financieras que desestabilicen Gobiernos y endeuden Estados; suprimir el peligro de fragmentación de los mercados y, en tercer lugar, conseguir que la nueva regulación no obstruya el crecimiento económico. Jeremy Anderson, presidente de KPMG Servicios Financieros, recuerda en un reciente diagnóstico de su firma los escasos avances del G-20 en asuntos concretos pero tan transcendentales de su agenda como la armonización de las recomendaciones y estándares de funcionamiento de los productos derivados; la regulación de las agencias de rating; el reforzamiento de las normas de auditoría: las remuneraciones de directivos; las medidas de supervisión internacional; las instituciones encargadas de gestionar futuras crisis -FMI y Comité de Estabilidad Financiera- o la concreción de una política económica y monetaria global.
Un nuevo paradigma para el FMI
El Fondo Monetario tampoco permanece ajeno a este debate. Ngaire Woods, de la Universidad de Oxford, asegura que el multilateralismo cincelado en el G-20 “no ha revertido en una mayor coordinación internacional”. A pesar de que el FMI haya sido señalado por su fracaso a la hora de alertar de la crisis financiera y de que dispone de recursos propios de 1 billón de dólares para hacer frente a contingencias sistémicas, Woods detecta varios impedimentos a la labor del Fondo.
El viaje de Barack Obama por América Latina ha dejado una señal inequívoca del malestar en el que se encuentran los mercados emergentes en el nuevo orden mundial
En primer lugar, el engranaje en su comité ejecutivo -donde se exhiben la voz y el voto de cada país- de los mercados emergentes, aún infra-representados y, en segundo término, la triple encrucijada de un organismo con dependencia financiera de sus socios -mayoritariamente, las viejas potencias industrializadas- que lucha por su independencia inversora -maneja sus activos en los mercados internacionales- pero cuyas líneas crediticias de emergencia están sometidas y supeditadas a la decisión de sus países miembros.
Paradójicamente, tanto para Vèron como para Woods la solución pasa por más multilateralismo que evite la toma de decisiones en las esferas nacionales y regionales.
Organismos políticos
En el plano político, el esquema de funcionamiento no es muy distinto. El reciente viaje de Barack Obama por América Latina ha dejado una señal inequívoca del malestar en el que se encuentran los mercados emergentes en el nuevo orden mundial. Luiz Inázio Lula da Silva no quiso acudir a la recepción oficial que su sucesora, Dilma Rousseff, ofreció al matrimonio Obama en Brasilia por la falta de apoyo de la Casa Blanca a la candidatura de Brasil al Consejo Permanente de Seguridad de Naciones Unidas.
Otro de los signos del cambio de registro de Washington en el tablero internacional lo acaba de proporcionar Wesley Clark, general estadounidense retirado y antiguo comandante supremo de la OTAN en relación a la participación de Estados Unidos en Libia. En su opinión, el Ejército americano no debe comprometerse a combatir, con efectivos terrestres, fuera de las fronteras federales a menos que sea en un conflicto vital para la seguridad del país y, si así lo hace, asegurarse de tener objetivos políticos y militares claros y el apoyo ciudadano y del Congreso.
Tomas Valasek, analista del Centre for European Reform (CER) también justifica la nueva actitud estadounidense de ceder el liderazgo de la operación en Libia a sus aliados europeos en el obligado recorte presupuestario en Defensa, de entre 15.000 y 20.000 millones de dólares para el actual ejercicio fiscal, lo que exige “una mayor implicación de otros socios” de la Alianza Atlántica.
Aparte de este argumento, Daniel Korski, del Consejo Europeo de Relaciones Internacionales (ECFR), esboza otro que ilustra la complejidad del multilateralismo en materia de seguridad. “En el conflicto libio, el papel de la OTAN no debe ser dominante, sino que debe dejar espacio a una fuerza de pacificación de la OTA, a ser posible mandada por Egipto, para facilitar la transición a la democracia” en el país y la región. Más contundente aún es la versión de George Friedman, director de la consultora de seguridad Stratfor, para quien la preocupación real de Washington está en Bahréin y en las complejas relaciones diplomáticas que ocasionaría el triunfo de la revuelta en este país, con una población de mayoría chiíta y con vínculos culturales, económicos e ideológicos con Irán.
Para Friedman, esta es la razón por la que Arabia Saudí y varios emiratos del golfo se han apresurado a enviar ayuda militar y económica al emirato de Bahréin. “Parte del contingente americano que saldrá de Irak antes de fin de año -unos 50.000 soldados- está siendo entrenado para una posible intervención” en este emirato, cuyas implicaciones “para esta zona y para el mundo en general son potencialmente más importantes que Libia y sus efectos sobre el mercado petrolífero”.
*Ignacio J. Domingo es periodista.
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